Aclaraba con lentitud
el día, o se apagaba
la noche sin apuro. La mujer,
como todas las mañanas, deslizo el cepillo por su ondulada y rebelde cabellera
caoba, que bañaba un par de hombros delicadamente redondeados, como si hubiera
sido una escultura veneciana. Suspiró con intención de abarcar la imagen
de ese hombre añorado que
desde hacia años le enviaba dos o tres hojas repletas de líneas de
cuidada caligrafía y
esmerada verba, con admirable puntualidad. Con cada misiva, la imagen
de Don Carlos, (así firmaba el sus cartas desde el continente…”Don Carlos”) llenaba de ilusiones
el rostro y la mirada de esa dama.
Cada llegada
del “ Santa Inés” al puerto de
Caballas, era anunciada por un estrepito
de pitidos, gritos y ruedas
chirriando en el puerto tratando
de ubicar a sus estibadores y anticipar la tarea de carga y descarga.
No menos de una hora
transcurría desde que el barco ataba
sus amuras al muelle, para que el
proceso laborioso de vaciar sus bodegas se iniciara. Llevaba todo ese dia y a veces
hasta dos días mas. Parecia que la vida en Caballas , transcurría en
ciclos consecutivos . Que se cerraban e
iniciaban con cada llegada del santa Ines a puerto. Los hombres de Caballas,
habían llegado a America con el único o
al menos el principal objetivo, de
encontrar la riqueza perdida en las
penurias de las interminables disputas
ancestrales entre los
dispersos reinos castellanos y los temibles e inclaudicables moros. Que con su sabia trascendencia y sus
afiladas cimitarras disputaban a palmos
la tierra que reclamaban como mora lo
que castellanamente no les pertenecia. En consecuencia, su estadia en la
ciudad era casi nula. En cuanto se hacían de algunos duros, volvían febrilemente
a la selva y a los abominables senderos que debian
llevarlos (según creían), hacia
benditos tesoros que justificarían
sus travesias.
En esa ciudad-pueblo
sin hombres o con casi la totalidad
de los varones en edad de ser deseados, sumergidos en sus sueños de oro y tierras, mas alla de la barrera de luampais,
especie de arboles que conformaban una verdadera barrera
inexpugnable de la civilización
y el nuevo continente, habitaba Teresa. Su forma de ganarse la vida, a partir de la
muerte de su marido en una trifulca con unos marineros holandeses de paso por
un anoche, era la de pasear
su belleza opaca
pero infinita por los bares
ahitos de marinos ebrios y plenos
de apetitos que saciar. Siempre había un puñado de voluntarios a hacerle saber
de los beneficios de su belleza.
Aquel dia, el proceso de descarga y carga del Santa Ines,
terminó más temprano que de costumbre y
el segundo al mando bajó a
tierra, pues el dia o mejor dicho el fin de ese dia se dejaba sentir con toda la intensidad de la primavera que comenzaba a
mutar en verano. Caminó sin rumbo, disfrutando del aire marino y del pintoresco
paisaje urbano de Caballas. Un tibio sol claudicaba con lentitud como no queriendo irse y con uno de
sus últimos destellos iluminó el umbral donde Teresa ,sentada esperaba la nada, como todas las tardes, confiando en la noche para
bienganarse unos duros.
Carlos Zarate de
Valladolid, no pudo quitar sus
ojos de esa mujer, que en su quietud e indiferencia no podía disminuir su belleza. Se acerco con paso seguro y a un metro
,preguntó :
“Mi señora, que afortunados
son los habitantes de este puerto que todas las tardes descansan su mirada en el umbral de su hogar”
. Teresa, acostumbrada a las zalamerías de los marineros sedientos de todo,
hasta de agua, le dedico una mirada sin entusiasmo. Pero fue detener
su atención por un instante en la intensidad y franqueza de ese hombre y dijo su nombre sin saberlo…”Carlos…” La sorpresa fue
infinita al escuchar su nombre en labios de aquella desconocida. Pero ni por
un instante se sintió incomodo, todo lo contrario, encantado sonrio con toda su
cara y le dijo tibiamente…” Para servirle mi señora.:”
Toda esa noche Carlos naufrago gozoso en el océano de sus sabanas. Recién por la
mañana con las primeras luces hizo pie
en la costa, ya definitivamente
enamorado para siempre de aquella mujer
sin hombre. Tenia que partir a media mañana, con la marea alta y no
tenia forma de demorar su partida. Le juró volver en el próximo viaje. Le juró
volver para llevarla a su finca en Valladolid. Le juró hijos y mil atardeceres
abrazados.
Los directivos de la
Compañía de María tenían otros planes para Carlos Zarate
y ni bien hizo puerto en los
muelles de San Sebastian pusieron a su
mando un bergantín recién lanzado al agua, para que recorriera la ruta
de la seda por las costas thailandesas
hasta la misma china. Nunca mas pudo volver a Caballas pero
su corazón y su promesas volaron con sus letras y sus deseos cada mes hacia las manos de Teresa que con un
resignado amor y venerable ilusión, leía cada línea como si fueran sus manos las que acariciaban las
sienes que ya blanqueaban los
años idos.
Una tarde , Teresa aguardo
sin apuro la carta que
como todos los benditos viajes
del Santa Ines viajaba hacia sus manos y sus ilusiones. No llego la carta , ni el Santa Ines. El barco que amarro en
muelle se llamaba La Esperanza,
y no traía sacos de correo. Ahora
vendrían por tierra. Este era el último viaje a Caballas
de la Compañía de Maria. Ya no
era una ruta rentable. Solo quedaría
para Caballas, las suerte que corrieran
las barcazas de pescadores.
Ya no vendrían ni las
cartas ,ni las tripulaciones con marineros
de bolsillos generosos y ansias por calmar.
Teresa comprendió que ya
no tendría razón para conservar su esperanza y dejo que el peso de sus recuerdos apagaran un corazón que hacia ya mucho tiempo latia por solo una noche ya
pasada y nunca olvidada.
Nadie noto por la mañana ,
que en el umbral de la posada,
no había nadie solo
una ausencia.
J.Z. 2018. Cuentos epistolares