viernes, 25 de enero de 2019

Teresa de Caballas


Aclaraba  con  lentitud  el día, o  se  apagaba  la noche  sin apuro. La mujer, como todas las mañanas, deslizo el cepillo por su ondulada y rebelde cabellera caoba, que  bañaba  un par de hombros  delicadamente redondeados, como si hubiera sido una escultura  veneciana.  Suspiró con intención de abarcar la imagen de  ese hombre  añorado que  desde hacia años le enviaba dos o tres hojas  repletas de líneas  de  cuidada caligrafía  y esmerada  verba, con admirable  puntualidad. Con cada misiva, la imagen de  Don Carlos, (así firmaba el  sus cartas desde  el continente…”Don Carlos”) llenaba  de ilusiones  el rostro y la mirada de esa dama.
 Cada  llegada  del “ Santa  Inés” al puerto de Caballas, era anunciada  por un estrepito de  pitidos, gritos y  ruedas  chirriando en el puerto  tratando de  ubicar  a sus  estibadores y anticipar la tarea de carga y descarga.
No menos  de una hora transcurría  desde que el  barco ataba  sus amuras  al muelle, para que el proceso laborioso de vaciar sus bodegas se iniciara. Llevaba  todo ese dia y  a veces  hasta dos días mas. Parecia que la vida en Caballas , transcurría  en ciclos  consecutivos . Que se cerraban e iniciaban con cada llegada del santa Ines a puerto. Los hombres de Caballas, habían llegado a  America con el único o al  menos el principal objetivo, de encontrar  la riqueza perdida en las penurias de las  interminables disputas ancestrales  entre  los  dispersos reinos castellanos y los temibles e inclaudicables  moros. Que con su sabia trascendencia y sus afiladas cimitarras disputaban  a palmos la tierra  que reclamaban como mora lo que castellanamente no les pertenecia. En consecuencia, su estadia en la ciudad  era casi nula. En cuanto se  hacían de algunos duros, volvían  febrilemente  a la selva y  a los  abominables senderos que  debian  llevarlos (según creían), hacia  benditos tesoros que justificarían  sus travesias.
En esa ciudad-pueblo  sin hombres  o con casi  la totalidad  de los varones en edad de ser deseados, sumergidos en sus sueños  de oro y tierras, mas alla de la barrera  de luampais,  especie  de arboles  que conformaban una verdadera  barrera  inexpugnable  de la civilización y  el nuevo continente, habitaba Teresa.  Su forma de ganarse la vida, a partir de la muerte de su marido en una trifulca con unos marineros holandeses de paso por un anoche, era  la  de  pasear su  belleza  opaca  pero  infinita  por los bares  ahitos de  marinos ebrios y plenos de apetitos que saciar. Siempre había un puñado de voluntarios a hacerle saber de los beneficios de su belleza.

Aquel dia, el proceso de descarga y carga del Santa Ines, terminó más temprano que de costumbre y  el segundo al mando  bajó a tierra,  pues  el dia o mejor dicho el  fin de ese dia se dejaba sentir con toda  la intensidad de la primavera que comenzaba a mutar en verano. Caminó sin rumbo, disfrutando del aire marino y del pintoresco paisaje urbano de Caballas. Un tibio sol claudicaba con  lentitud como no queriendo irse y con uno de sus últimos  destellos iluminó  el umbral donde  Teresa ,sentada esperaba  la nada, como todas las tardes, confiando en  la noche para  bienganarse unos  duros.
Carlos Zarate de  Valladolid,  no pudo quitar sus ojos de esa mujer, que en su quietud e indiferencia no podía  disminuir su belleza.  Se acerco con paso seguro y a un metro ,preguntó :
“Mi señora, que  afortunados son los habitantes de este puerto que todas las tardes  descansan su mirada en el umbral de su hogar” . Teresa, acostumbrada a las zalamerías de los marineros sedientos de todo, hasta de agua, le dedico una mirada sin entusiasmo. Pero  fue detener  su atención por un instante en la intensidad y  franqueza de ese hombre y  dijo su nombre  sin saberlo…”Carlos…” La sorpresa fue infinita  al escuchar su nombre  en labios de aquella desconocida. Pero ni por un instante se sintió incomodo, todo lo contrario, encantado sonrio con toda su cara y le dijo tibiamente…” Para servirle mi señora.:”
Toda esa noche Carlos naufrago gozoso   en el océano de sus sabanas. Recién por la mañana con las primeras luces  hizo pie en la costa, ya definitivamente  enamorado para siempre  de aquella  mujer  sin hombre. Tenia que partir a media mañana, con la marea alta y no tenia forma de demorar su partida. Le juró volver en el próximo viaje. Le juró volver para llevarla a su finca en Valladolid. Le juró hijos y mil atardeceres abrazados.
Los directivos de la  Compañía de María tenían otros planes para  Carlos Zarate  y  ni bien hizo puerto en los muelles de  San Sebastian pusieron a su mando un bergantín  recién  lanzado al agua, para que recorriera  la ruta  de  la seda  por las costas  thailandesas  hasta  la misma  china. Nunca mas pudo volver a Caballas pero su corazón y su promesas volaron con sus letras y sus deseos cada mes   hacia las manos de Teresa que con un resignado amor y venerable ilusión, leía cada línea  como si fueran sus manos las que acariciaban las sienes que  ya blanqueaban  los  años idos. 
Una tarde , Teresa aguardo  sin  apuro la carta  que  como todos los benditos viajes  del Santa Ines  viajaba  hacia sus manos y sus ilusiones.  No llego la carta ,   ni el Santa Ines. El barco que amarro  en  muelle  se llamaba  La Esperanza,  y  no traía  sacos de correo.  Ahora  vendrían por tierra. Este era el último viaje  a Caballas  de la Compañía de Maria. Ya  no era una ruta rentable.  Solo quedaría para  Caballas, las suerte que corrieran las barcazas  de pescadores.
Ya no vendrían  ni las cartas ,ni las tripulaciones con marineros  de  bolsillos  generosos y ansias  por calmar.   Teresa  comprendió  que ya  no tendría  razón para  conservar su esperanza y  dejo que el peso de sus recuerdos  apagaran un corazón que hacia  ya mucho tiempo latia por solo  una noche ya  pasada y nunca olvidada.
Nadie noto por la mañana ,  que en el umbral de la posada,  no  había  nadie solo  una ausencia.  

J.Z. 2018. Cuentos epistolares

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